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Kaspar Hauser es uno de los personajes más enigmáticos de la Europa del siglo XIX. La historia cuenta que tras pasar más de una década en cautiverio absoluto, únicamente acompañado de su caballo de juguete, un joven alemán de 16 años apareció en las calles de Núremberg con una carta en la mano en la que solo figuraba su nombre.

Sus percepciones eran limitadas y repetitivas y las pocas cosas que sabía eran producto del aislamiento. Cinco años más tarde sufriría una misteriosa cuchillada que terminaría con su vida. Una muerte tan cargada de incógnitas como su misma aparición.

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Pero esta colección poco tiene que ver con la leyenda del niño salvaje del siglo XIX. La historia me sirve de metáfora para hablar sobre la falta de comunicación e identidad en la sociedad contemporánea, del creciente desinterés por el verdadero conocimiento y de la pérdida de estímulos no virtuales en la construcción de nuestra sensibilidad.

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Sometido por imposición a una soledad incondicional, su mundo interior es tan pobre como su propia capacidad de expresarse. Como el “Kaspar” de Davide Manuli, apenas habla, solo escucha y baila música techno y repite incesantemente la misma frase: “Io sono Kaspar Hauser”. Una rotunda declaración sobre los límites de su pequeño mundo y el colapso de la personalidad y la problemática del egocentrismo y del individualismo social.

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Kaspar también representa el personaje en el que todos quieren creer, una versión actualizada de esos salvadores contemporáneos, que como el Neo de “Matrix”, encarnan las expectativas de redención de una comunidad alienada en la repetición, el conformismo y la simulación social. Seguimos necesitando figuras de influencia, como el “Blade Runner” de Ridley Scott y otras tantas historias de futuro, quizás sirva para ponernos en alerta sobre la involución espiritual que acompaña a la evolución tecnológica. Después de todo, ¿quién puede prescindir de compañeros de juego reales, como el caballito de Kaspar?

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